La Iglesia
está celebrando el 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, sin
duda el acontecimiento más importante de la Iglesia Católica contemporánea.
El Papa Juan XXIII convocó el Concilio para adaptar (aggiornar) la
Iglesia a un mundo que aparecía nuevo y sorprendente. Frente al
centralismo europeo de otras épocas la Iglesia se sentía plenamente universal y
necesitada de dialogar abiertamente con el mundo.
El CV II
terminó en 1965. La conciencia de los años ‘60 era muy optimista sobre
las capacidades del desarrollo para reducir la pobreza, así, el periodo
posterior a la Segunda Guerra Mundial se caracterizó por un crecimiento enorme
de la actividad económica. En 1960 Walter Rostow publicó su tratado Las
etapas del crecimiento económico que eran una descripción del desarrollo
económico como si se tratase de un fenómeno casi mecánico, para Rostow era
posible describir el proceso que llevaría, etapa tras etapa, al desarrollo de
los pueblos. Los dos bloques ideológicos resultantes, en los que se
dividió el mundo, estaban inmersos en una competición en distintos campos:
armamento nuclear, armamento convencional, carrera espacial y una
industrialización intensa. En los ‘60 y ‘70 del siglo pasado el
desarrollo se vivía con profundo optimismo, la imagen más simbólica es la del
astronauta Neil Armstrong poniendo su pie en la superficie de la luna.
Pero poco a
poco va también creciendo la conciencia de las repercusiones medioambientales
en ese contexto desarrollista. En Estados Unidos el trabajo de Rachel
Carson, y su libro Primavera Silenciosa, llevaron a la prohibición del
DDT en 1972. También en 1972 el Club de Roma publicará su informe Los
límites del crecimiento que marcarían la toma de conciencia pública de los
riesgos de un crecimiento incontrolado que pone en riesgo la supervivencia
misma sobre el planeta tierra.
El Concilio
Vaticano II terminó cuando todo este movimiento de reflexión apenas comenzaba
por eso no nos puede extrañar que no haga un tratamiento sistemático de las
cuestiones ecológicas y medioambientales, sin embargo al celebrar los 50 años
de su comienzo podemos recoger algunas de sus reflexiones que, tal vez, nos
puedan ayudar también en nuestros días. Queremos que sea también nuestro
pequeño homenaje a un Concilio que nos ha invitado a vivir la fe como presencia
de Dios en medio del mundo y de la historia.
El Concilio
Vaticano II recuerda cómo el trabajo humano contribuye a mejorar la sociedad y
la misma creación (Lumen Gentium 41). Afirma, además, que según la
Biblia, Dios mismo encontró muy bueno todo lo que había creado. (Gaudium et
Spes 12) Creando y conservando el universo por su Palabra, Dios
ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo. (cf. Rom
1, 19-20)
En la
constitución Lumen Gentium 48 se intenta superar la dualidad, el
conflicto aparente, entre la esperanza terrena y la esperanza transcendente.
El Concilio nos recuerda que el destino del ser humano está vinculado al
de toda la creación:
La Iglesia,
a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la
santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la
gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas
(cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación
entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será
perfectamente renovada en Cristo. (cf. Ef 1, 10; Col 1,20; 2 P 3, 10-13)
Esta
restauración definitiva que esperamos ya ha comenzado en Jesucristo y se nos
invita a nosotros también, seguidores de Jesús, a unirnos a su tarea. En
otro texto del Concilio (Gaudium et Spes 21) se nos recuerda que “la
esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino
que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio.” La
esperanza cristiana, así entendida, nos hace responsables. Una
responsabilidad que como también nos recuerda el Concilio se extiende desde
nuestro tiempo presente al futuro: “Se puede pensar con toda razón que el
porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones
venideras razones para vivir y razones para esperar.” (Gaudium et Spes
31)
Tomado de
ecojesuit.com