A la democracia española le está pasando como a esos hijos
talluditos que no abandonan de una vez la casa paterna. Pronto cumplirá treinta
y cinco años y sigue aferrada a las faldas maternales de los partidos
políticos. Los partidos, como los padres, son una referencia conveniente y
necesaria y ningún ciudadano de bien debería despreciarlos, aun cuando la
madurez ciudadana, que hemos acumulado a fuerza de desilusiones y frustración,
nos haga patentes sus corruptelas, defectos, choriceos y engaños. Ahora le toca
a Bárcenas, sus sobres y sus cuentas suizas, ayer los dineros presuntamente
pujolianos en Andorra o los ‘engaños unidos pallerolienses’, antes los
fraudulentos ‘eres’ andaluces, las jubilaciones de oro de parlamentarios y políticos,
las empresas públicas ineficientes, las innecesarias obras faraónicas…Y yo sigo
diciendo que los partidos son necesarios, la vocación política una de las más
dignas y que la mayoría de nuestros políticos trabajan por el bien común al
servicio de los ciudadanos.
Pero los ciudadanos estamos indignados y convendría que esa
indignación no fuera farisaica sino madura, no vaya a resultar que en todas
partes cuezan habas. Muchos españoles seguimos copiando en los exámenes, intentando
plagiar trabajos en la Universidad, contratando servicio doméstico sin darles
de alta en la Seguridad Social ni pagarles un salario digno o realizando y pagando
encargos profesionales sin IVA. ¿Hemos aprendido de algunos políticos o ellos
de algunos de nosotros?
La honradez es una virtud cara. Unos la esquivan porque dificulta
el máximo beneficio, otros se escudan en el bien del partido, en ayudar a los
más pobres, o en el progreso de la humanidad. El fin justifica los medios. El
que esté libre de pecado, tire la primera piedra. Este es el problema, que como
no hay pecado ¿por qué no voy a tirar la piedra si mi brazo es tan fuerte? No se
trata del pecado en sentido religioso, que también, porque el ‘no robarás’, por
ejemplo, está muy claro y hay que estar muy ideologizado o muy acostumbrado a
la maldad para borrarlo de la conciencia. Me refiero a los principios
prepolíticos que animan nuestra Constitución y que deberíamos esforzarnos en
restaurar para no herir a la democracia, el mejor de los sistemas políticos
posibles.
Antonio Matilla, sacerdote.
Consiliario General del MSC.