viernes, 16 de diciembre de 2011

‘Luz de la Paz de Belén’

Pasado mañana, Dios mediante –nunca mejor dicho, pues se trata de que Dios anda por medio-, la Luz de la Paz de Belén será repartida en La Clerecía a todo hombre, mujer, niño o joven de buena voluntad que quiera recibirla. A las siete de la tarde. Desde 1990, un niño o niña de los Scout y Guías de Austria viaja a la Gruta del Nacimiento, en la basílica de Belén y allí enciende un farol en la llama perpetua que alumbra la oscuridad. Es un rito iniciático, porque paredes y techo están tapizadas de riguroso negro, de manera que, al entrar, la desorientación es completa y, quieras o no, la vista queda atraída por un único punto, la llama que brota de la estrella de plata que marca, en el suelo, el lugar donde nació Jesús. El significado está claro: en medio de las tinieblas de este mundo despilfarrador de energía eléctrica, mal iluminado por las explosiones de la guerra, las chispas del hambre y el incendio humeante de la injusticia y la corrupción, es posible la paz. ‘Al pueblo que habitaba en tinieblas y en sombra de muerte una luz le brilló’, analizaban el profeta Isaías y el evangelista Mateo hace mogollón de siglos.

Solo a los niños y a los que saben discernir lo esencial se les puede ocurrir traer la Luz de la Paz desde un país en guerra, pasando por países en guerra y llevarla a Europa, oscurecida por el olvido de Dios y enfrascada en una guerra financiera en la que pierden los de siempre. Sé por las redes sociales que esa iniciativa de la Luz de la Paz ya atraviesa el Atlántico y desde Argentina ilumina todo el continente. La ceremonia en que se reparte, en Viena, es ecuménica porque Jesús, desde que salió del seno luminoso de su Madre en aquella gruta, luce para todos. Pero aquí, en la secularizada Europa, en España, tenemos un problema: muchos solo quieren admitir la luz que brilla en su interior. Les guía una espiritualidad del yo o, como mucho, del nosotros. El origen de la Luz de la Paz es un Tú, ‘un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado’. Su Luz puede brillar en nuestro interior, a nadie se le impone reconocer y admitir su procedencia ‘de lo Alto’; pero los que admitimos su origen divino estamos moralmente obligados a reconocerla y a juntar la nuestra a la suya para dar un poco de Luz a las tinieblas que nos envuelven. Bendito y puro romanticismo en estos tiempos tan pragmáticos.
 

Antonio Matilla, sacerdote.

16/12/2011.